Carla M. González Cobos

Reciban un caluroso saludo en Cristo y María desde la Isla del Encanto, Puerto Rico.
Agradezco el honor de compartir con ustedes un pedacito de mi vida, pero reconozco que mi vida no sería lo que es sin el amor que Dios me ha tenido y me ha manifestado a través de tantas vidas que me fortalecen, acompañan, guían en este camino de Su Amor. No he hecho nada sola, todo lo que he logrado es porque Él me acompaña y me vincula a equipos y personas llenas de amor que se mueven en la misma dirección y las puertas de Casa siempre han estado abiertas para esta peregrina que regresa, reabastece la fuente para poder seguir regando el campo que falta por florecer.

¿Cómo ser el espejo en el que se refleje nuestra Madre?

Comparto con ustedes mi testimonio, que es el testimonio de tantas mujeres que luchamos porque el amor de Dios inspire cada una de nuestras acciones y de alguna manera construya Su Reino aquí en la Tierra. Ser invitada a este espacio de reflexión y celebración es para mí un llamado a reconocer mi pequeñez y a ser fiel. Confieso que la invitación me sorprendió pues desde que tomé la decisión de unirme en santo matrimonio con un hombre muy especial, pero que practica la fe cristiana en otra denominación, mi vida ha sido un constante cuestionamiento sobre mi rol de mujer católica en el mundo de hoy. ¿Cómo ser católico y responder a la universalidad de nuestro llamado de llevar a todos un Dios misericordioso que nos ama tal y como somos? ¿Cómo ser el espejo en el que se refleje nuestra Madre para acompañar a tantos huérfanos de su amor?

Me maravillo de Dios en cada momento de la vida.

Desde pequeña crecí en un ambiente muy católico donde se respetaban todas las tradiciones, rituales y doctrinas de nuestra Iglesia. En la juventud pude participar de experiencias que me permitieron conocer otra realidad diferente a la mía y algunas de mucha necesidad material. Tuve mis primera experiencias misioneras tanto en mi país como fuera y fui descubriendo el valor del servicio al hermano ofrecido a Dios. Luego como muchos jóvenes fui a la universidad y allí pasé muchos años de mi vida, muchos. Allí conocí a Schoenstatt y profundicé mi amor de la hija con mi Mamá del cielo que desde entonces llamo Mater. Luego, como les mencioné decidí dar el paso sacramental del matrimonio que de alguna manera sentí como una misión ecuménica, un llamado a que todos seamos uno como el gran anhelo de Jesús expresado en el evangelio de Juan capítulo 17. El camino ha sido hermoso, aunque no niego las piedras y peñones del camino. Con las heridas sangrantes de las caídas vuelvo mi mirada a Ella, la Madre del Amor perfecto que me consuela y sana para motivarme a seguir siendo fiel al Amado desde mi fragilidad.

Sin embargo, la fragilidad ha sido el regalo más hermoso que he recibido de Dios. Me maravillo de Dios en cada momento de la vida pues hace grandes obras cuando nos ponemos a su servicio. La Mater me ha permitido cantar con Ella el Magníficat en tantos momentos en los que Dios Padre me ha escogido como a David el pastor entre sus hermanos para misiones que sobrepasan mis capacidades humanas. Va usando esta humilde esclava imperfecta para ir construyendo granitos de su Reino aquí en la Tierra.

Dios tiene un gran sentido del humor.

Como sabemos Dios tiene un gran sentido del humor y en su gran juego del amor me ha permitido sentirlo muy cerca, me ha permitido ver dentro de los momentos más tristes de mi vida su mano amorosa. Como todo Padre que ama, ha respetado mi libertad y si en momentos puedo decir que he jugado con fuego, Su amor por mí es tan grande que antes del incendio ha inquietado mi corazón y lo ha conducido a la fidelidad de Su amor. Los momentos de desierto y de gran aprendizaje los ha transformado, después de grandes sequías, en hermosos campos floridos. Por aquello de ofrecer un par de ejemplos concretos les cuento cómo Dios planta flores y frutos en el desierto. En una ocasión fui llamada junto a un equipo espectacular de la comunidad de Schoenstatt, PR a dirigir un colegio para rescatar la educación católica allí, y aunque la historia fue corta, les cuento que fue gracias a un accidente que tuve con mi hijo que en aquel entonces tenía 4 meses que la misión en aquel lugar floreció. El dolor nos unió como familia y en esa comunidad Dios multiplicó su amor e hizo grandes milagros. Otro desierto fue la separación vivida durante un año en mi hogar. Mi esposo y yo vivimos separados todo ese tiempo y como Dios es tan jocoso, después de un año exacto mi esposo regresó a casa justo antes de que en Puerto Rico comenzáramos el 2020, un año que ha sido marcado con terremotos en el sur de la isla donde vivo y más adelante la pandemia. De estar separados pasamos a estar super juntos, tanto que no podíamos salir de casa ni interactuar con otros. Pero esos primeros meses de año, que han sido tan difíciles para todos en Puerto Rico y en el mundo se han transformado en una bendición para nuestra familia. Y como estas, tengo muchas historias que me permiten ver lo mimada que soy. Siento que el Padre me ama profundamente y aun cuando por mi humanidad me alejo, su amor no me abandona y su mirada amorosa y misericordiosa me devuelve al redil. De vez en cuando soy la oveja que se escapa, pero el Buen Pastor no me deja nunca. Me toma en sus hombros, me corrige y celebra una fiesta por el rencuentro de su ovejita. Entonces refuerzo mi compromiso para continuar con la misión que me ha encomendado.

Señor, ¿qué quieres de mí?

Frente a tanto amor no podemos evitar la pregunta: Señor, ¿qué quieres de mí? Viendo mi vida dar vueltas voy descubriendo mi llamado. Definitivamente me quiere en el ámbito educativo de mi país. Aquí estoy llamada a sembrar la semilla del Reino. Una parte de mi vida la he pasado en la universidad donde hay tantos jóvenes que se sienten solos y con tantos problemas de depresión, baja autoestima, etc. No soy psicóloga, estudié lenguas extranjeras, pero soy Hija de Dios y amar como Él nos ha enseñado es lo que muchas personas necesitan hoy. Otra parte de mi vida, aunque corta muy rica, tuve el privilegio de ser llamada a dirigir un colegio católico junto a la comunidad de Schoenstatt en Puerto Rico como les mencioné. Allí vi la necesidad de los niños y jóvenes de aprender en un entorno de amor y logramos devolver la sonrisa a muchos niños que la habían perdido, niños que no se atrevían jugar. Allí descubrí que las escuelas son espacios privilegiados para comenzar a sanar nuestra sociedad. No trabajamos con niños, trabajamos con familias completas y en este presente nuestras familias están heridas y necesitadas de descubrir el amor de Dios. Hoy soy parte del sistema público de enseñanza de Puerto Rico y me estoy formando como guía Montessori con el anhelo de construir patria desde el salón de clase, construir granitos del Reino de Dios para que esos jóvenes a su vez construyan los suyos y silentemente, desde el amor y con el Amor, podamos ir transformando nuestros espacios. Lucho por una educación justa, en la que se trabaje por romper el rezago y la disparidad social. Lucho por espacios en los que se respeten los planos del desarrollo de los niños y se les permita descubrir y aprender con felicidad. Lucho por espacios de educación para los padres, para que vayamos transformando la educación punitiva basada en premios y castigos, por una educación motivada por el amor humano y el deseo de aprender y ser mejores. Lucho por la comunidad frente a un mundo lleno de egoísmos que buscan responder a agendas personales que distan del bien común. Lucho por un país donde nuestros niños puedan crecer, reír, jugar, aprender por el gusto de aprender. Lucho por una educación para la paz.

El Padre va escribiendo recto en caminos que nos parecen torcidos. Dentro de todo este camino de búsqueda para servir a los niños y jóvenes de nuestro país, estas búsquedas han ido transformando mi entorno familiar. Dios ha provisto un camino alterno para moldearnos como a la arcilla, pero a través de nuestro actuar para otros. Nuestros hijos también han sido nuestros espejos para que nos demos cuenta de nuestra pequeñez y nos han ayudado a sacar lo mejor de nosotros como padres sin saberlo, mientras buscamos ayudarlos a ellos. Al mirar mi misión familiar, la veo íntimamente ligada a mi misión en la gran comunidad, voy como el profesor que profundiza en la materia a trabajar mientras la va enseñando. Y para que se rían del humor de Dios, ¿qué dirían si les cuento que en este camino Dios nos invitó a mi y a mi esposo protestante a vivir en un convento dentro del colegio católico? No solo quiere moldearme como mujer, me acaricia y vela por mí. Protege mi relación familiar (con el esposo) para que la educación y la transformación nos llegue transversalmente. Solo nos resta maravillarnos con Él y dialogar en torno a un buen café con la Mater sobre las grandezas de Dios, nuestro Salvador.