Nació en el año 1951 en Zimbabwe (en ese entonces Rhodesia) de padres sudafricanos y con ascendencia escocesa-inglesa, creció en Zimbabwe y Sudáfrica. Estudió enfermería y gestión de enfermería en la Universidad de Sudáfrica. En 1975 ingresó al Instituto Secular de las Hermanas de María de Schoenstatt. Ha trabajado para el Movimiento de Schoenstatt en Sudáfrica, Kenia y Nigeria; ha realizado tareas dentro de la comunidad como Superiora Provincial y como miembro de la Dirección Provincial.
Crecí en una pequeña zona agrícola en Zimbabwe (entonces Rhodesia). De niña pasaba la mayor parte del tiempo con mi padre y otros granjeros. Me encantaba escuchar sus historias, que me parecían muy emocionantes y mucho más entretenidas que las de las mujeres, que se interesaban principalmente por los niños y la cocina, etc. Hubiera preferido ser un niño. Tenía un gran anhelo de libertad, el deseo de hacer algo grande y valiente; me atraía lo misterioso. Los chicos podían llevar una vida atrevida y excitante, a diferencia de las chicas que tenían que sentarse en casa y hacer costura, cocina y bordado, lo que a mí no me gustaba y tampoco podía hacer bien. Yo era mejor para reconocer por ejemplo las herramientas de trabajo, etc.
Cuando, con siete años, llegué a un internado católico para niñas – no podía ir a la escuela en el bosque – pude captar, a través de la vida y todo lo que escuché, lo maravilloso que es ser una niña. Especialmente la piedad mariana tocó lo más profundo de mi alma.
Después de la escuela primaria viví con mis padres durante algún tiempo en Sudáfrica, y luego otra vez en Botswana en mi amado bosque. En la secundaria tuve que luchar con el hecho de que ciertas cosas aún no eran posibles para mí sólo porque era una chica. Por supuesto que mi apariencia era importante para mí y también me llevaba bien con los chicos. Pero me pareció una tontería que otras chicas cambiaran su comportamiento para ser atractivas para los hombres. Según mi opinión, deberías ser siempre la misma en tu comportamiento, sin importar con quién estés.
Durante mi formación como enfermera, poco a poco me di cuenta de que quería llevar una vida llena de libertad, coraje y audacia como mujer.
El paso que me llevó a la plena aceptación de mi feminidad fue el encuentro con las Hermanas de María de Schoenstatt. Cuando entré por las puertas de la Casa Provincial en Schoenstatt Constantia a mediados de los años 70, supe que ese era mi lugar y me sentí por fin en casa. En esta comunidad descubrí lo que es realmente ser mujer. También experimenté y reconocí intelectualmente la dignidad y la gran tarea que tenemos como mujeres. El encuentro interior con María me ayudó a valorar mi manera de ser, poco a poco me di cuenta de lo que realmente anhelaba: ser libre, hacer grandes cosas para Dios y estar en comunión con Él.
Dios ha sido bueno conmigo. Han habido altibajos, alegrías y tristezas, pero todo eso pertenece a la vida y hacen al hombre lo que verdaderamente es. Pude trabajar en las ramas del Movimiento de Schoenstatt, también estuve activa durante algún tiempo como profesora en la formación de enfermeras, y se me ha permitido servir a nuestra comunidad en varios roles de liderazgo. Todo esto me ha hecho comprender más profundamente lo que significa ser una mujer al servicio de la Iglesia, especialmente en África, y estar unida como María al Dios vivo, nuestro Padre misericordioso. Una palabra de nuestro Fundador resume lo que para mí constituye hoy el don de ser mujer: «No hay nada tan parecido a Dios como una mujer noble que en noble soltura y sencilla posesión de sí misma, traspasada de lo divino, se apropia de este espíritu de libertad conquistada”.
Mi experiencia más profunda fue la misa de Pascua a medianoche cuando tenía alrededor de unos 6 años. Mis hermanas menores dormían en la parte de atrás del furgón, pero yo estaba despierta. Así que mis padres me llevaron a la iglesia con la condición de que me mantuviera en silencio. Entré en la “iglesia de la misión” de su mano y me sentí abrumada por un mar de luces y un profundo canto armonioso. ¡Sólo miré y miré! Ya no necesitaba que me dijeran que me calmara. La profunda solemnidad me hizo enmudecer. Algo sucedió que me tocó en lo más profundo de mi corazón. No puedo decir lo que fue, probablemente una profunda experiencia de la cercanía y presencia de Dios, aunque era demasiado pequeña para ponerlo en palabras.
Mi siguiente experiencia con Dios fue en el internado católico. Allí experimenté por primera vez la piedad popular, por ejemplo rezar el rosario, las procesiones de Corpus Christi con alfombras de flores, etc. Esto me fue ennobleciendo, despertó lo femenino en mí. En ese momento, la historia de Samuel (1 Sam 3) ya me dio la idea de consagrar mi vida completamente a Dios. También me «devoré» biografías de santos, especialmente me impresionaron Teresa de Ávila y Teresa de Lisieux. Pero luego nos mudamos a Sudáfrica, y me enviaron a otro internado allí. En ese lugar era todo más distante, frío, echaba de menos la calidez y la piedad sencilla, también experimenté la brecha entre el ideal y la realidad. La estatua de mármol blanco de la Inmaculada Concepción en el patio de nuestro internado en medio de un jardín desordenado y sin cuidado, reflejaba mi experiencia: La Virgen se convirtió para mí en una estatua lejana, aunque hermosa, impecable, pero alejada de la vida. Finalmente pregunté si Dios existía en absoluto. Durante este tiempo, encontré apoyo en libros de Michel Quoist, Taylor Caldwell y otros. Durante mi formación como enfermera en Ciudad del Cabo, mis preguntas aumentaron, sentí una brecha muy grande entre la fe y la vida real.
Durante mi formación como enfermera tuve una Hermana de María como profesora encargada. Ella percibió mis luchas interiores y me dio literatura de Schoenstatt sobre el amar, pensar y vivir orgánico. Me di cuenta de que debía empezar primero a unir la vida y la fe en mí misma. En ese momento, Dios me dio una vez más el impulso de pertenecerle completamente, como Hermana de María. Pero yo no estaba preparada porque había experimentado a algunas religiosas que estaban amargadas por dentro. Mis seres queridos, además, me preguntaron si no estaría huyendo de la vida con tal decisión y que ellos sabían que me encantaba la libertad que me daba mi profesión de enfermera.
Al final, sin embargo, Dios me trajo a nuestra comunidad. ¡Y esto fue para mí un regreso profundo a casa! Seguía siendo un poco salvaje, pero al final fui “domesticada” por el amor de la Familia. Aquí encontré lo que anhelaba: pertenecer completamente y sin reservas al Dios que me había llamado «en el vientre de mi madre» (Is 49:1). Al mismo tiempo, como un reflejo de la querida Virgen, soy capaz de darle todo a él y a su reino y de comunicar la realidad de su cercanía y bondad a los demás, a pesar de mi debilidad y fragilidad. En definitiva, puedo rezar con la Virgen en el Magnificat: «Grandes cosas ha hecho en mí el Señor – santo es su nombre».
Por una parte, veo los desafíos de una mujer occidentalizada en un entorno sudafricano: las preguntas de la propia sexualidad, la aceptación del propio cuerpo, un énfasis excesivo en el culto al cuerpo por parte de la industria de la belleza – se podrían nombrar muchos aspectos en cada uno de estos temas – y por otro lado, veo los desafíos de una mujer en un entorno tradicional o semitradicional.
Pero me gustaría remarcar aún más las múltiples violaciones a la dignidad de las mujeres. Por ejemplo, mediante la violencia de género: las mujeres de todo el mundo son maltratadas por hombres o por otras personas a las que aman y con las que tienen una relación. Se trata de un desafío mundial al que se enfrentan innumerables mujeres en su vida cotidiana, especialmente en Sudáfrica. En los EE.UU., alrededor de tres mujeres son asesinadas cada día por su pareja actual o anterior. En Sudáfrica, una mujer es asesinada cada cuatro horas. Otro tema es la trata de mujeres. En África he experimentado la esclavitud doméstica. Muchas jóvenes que quieren escapar de la pobreza de sus vidas se enamoran de sujetos que les prometen un alto salario y una mejor calidad de vida. Pero tan pronto como llegan a la «tierra prometida», están condenadas a la esclavitud moderna. Son prisioneras, por así decirlo, dependientes de sus empleadores y extremadamente vulnerables. A menudo se les quitan los documentos y se les obliga a trabajar hasta que sus deudas estén pagadas. Se han publicado historias de terror en los periódicos locales, pero eso no impide que las jóvenes desesperadas lo intenten de todas formas. En algunos países africanos, la mujer se considera propiedad de su marido y su familia. En muchas zonas de Sudáfrica se sigue practicando la «lobola», es decir, el precio de la novia. Esto se basa en una imagen de la mujer que permite que la mujer sea maltratada y abusada, al menos para negarle cualquier derecho a la autonomía y toma de decisiones.
Creo que el Padre Kentenich nos señalaría en estos momentos a María, en quien vemos reflejada la dignidad específica de la mujer, pero también su tarea irreemplazable. Como mujeres estamos llamadas a asemejarnos a ella.
Debemos aprender a apreciar nuestro propio cuerpo como un templo del Espíritu Santo. Estamos llamadas a ser hijos de Dios para poder ser mujeres y madres maduras para el mundo.
Quiero hacer del mundo un lugar mejor, luchando por la santidad.
De joven fui educada para ser consciente de las injusticias sociales en el mundo, especialmente en nuestro país. Sin embargo, me di cuenta de que no estaba llamada a ser un activista político o social, como suele entenderse el término, sino más bien un activista «espiritual», es decir, a cambiar las cosas desde dentro, de persona a persona.
Recuerdo haber tenido una seria discusión a finales de los años 70 con una joven que probablemente era sólo unos años más joven que yo. Estaba convencida de que un cambio político acabaría con el mal del “apartheid” en nuestra sociedad sudafricana. Ella creía de que un nuevo orden político lo cambiaría todo. Yo no pensaba lo mismo, y señalé que bajo el color de la piel seguimos siendo personas que están cargadas con los efectos del pecado original. Ninguna de los dos convenció a la otra. Así que dejamos de discutir. Pero me hizo pensar mucho.
Entonces, ¿cuál fue la solución al mal del “apartheid” y todos los demás males sociales? Para mí, el cambio sólo puede venir desde adentro. Mi activismo fue y es buscar activamente la santidad a través del poder de la Alianza de Amor. Estamos llamados a ser santos y así podemos cambiar la sociedad, poco a poco, desde dentro. Y encontré el camino a todo esto a través de Schoenstatt. Una cosa que a menudo me preocupaba y que aún me preocupa en mi vida personal es la brecha entre la «idealidad» (mi propia palabra) y la realidad de la vida cotidiana. Cambiar el mundo desde dentro, es una exigencia constante: unir la vida cotidiana con Dios, como María dando a luz a Cristo – así es como quiero cambiar el mundo. Y puedo ser este tipo de «activista» hasta mi último aliento de vida.